Hubo un tiempo, según cuentan, en que los ancianos mandaban.
Monopolio del culto y del poder: gerontocracia. Ahora nos hallamos en plena
paidocracia. Dominan en todo los muchachos. Son ellos los que dan color e
impulso a la civilización. Nos hallamos en manos de los menores.
Basta con mirar. Los gustos de la infancia se han convertido
en los de la mayoría. Comenzando por la literatura. El libro más afortunado de
estos últimos tiempos, en Francia, es el Diable au corps, de Radiguet, escrito
por un adolescente; y en Inglaterra, The young visitors, de Daisy Ashford, compuesto
por una muchacha, más bien una niña, de nueve años.
¿Por qué, nunca como ahora, el género literario más fecundo
y más editado es la novela, género del que durante tantos siglos el mundo ha
prescindido? Porque los hombres ahora se han vuelto niños y quieren oír contar
historias. Entre los cuentos de la abuela, por ejemplo, y las novelas de Branch
Cabell o Garnett, no hay, en el fondo, más que una diferencia de nombre. El
surrealismo y el dadaísmo renuevan el incoherente balbuceo pueril.
En, la pintura, los modernísimos dibujan como los niños; han
vuelto al sintetismo ingenuo y malgarbado de las figuras que se encontraban
antes en los cuadernos de la escuela o en las paredes de las letrinas. El
douanier Rousseau, tan admirado ahora, es uno que imagina y colorea como un
muchacho de diez o doce años.
La misma transformación en las diversiones. Los griegos
antiguos buscaban su alegría en la tragedia, que exigía. Para ser gustada,
reflexión y cultura. Hoy no sólo los muchachos, sino también los hombres y las
mujeres de toda edad, se precipitan al cinematógrafo, que no es otra cosa, al
fin, que la antigua linterna mágica, delicia de los muchachos de antes,
perfeccionada. Ningún esfuerzo intelectual se exige a los aficionados a los
films; lo que es propio del adulto, la inteligencia, es puesto aparte. Todas
las diversiones hoy populares son más visibles que espirituales y, por lo
tanto, infantiles.
Una de las pasiones del muchacho que juega es la
competición; ser el «primero». Los hombres, en nuestros días, han introducido
esta manía infantil en todas las cosas: en las más insignificantes y en las más
graves. Batir un récord es hoy el ideal de todos; el de los antiguos era la
sabiduría, la paz, la renuncia.
La manía del deporte es otro síntoma; casi todos los deportes
no son nada más que viejos juegos infantiles adaptados a los mayores y hechos
más solemnes por la publicidad y la especulación. Los muchachos dicen: hacer
carreras, jugar a la pelota, jugar con los puños; los adultos dicen:
pedestrismo, fútbol, boxeo, etcétera…
¿Y las máquinas más difundidas y más amadas no son tal vez
juguetes agigantados y hechos peligrosos? No digo las máquinas que producen
realmente un trabajo, sino las que usan todos: el automóvil el gramófono, la
radio. De cien personas que van en automóvil, tal vez únicamente diez lo
adoptan por necesidad: para los otros es un juego, un pasatiempo, una
diversión. Un juego para adelantar a los demás coches, el pasatiempo de la
velocidad la diversión de la fuga y del torbellino... Muchachadas.
Este infantilismo progresivo se encuentra incluso en la
filosofía. A la razón, a la dialéctica -cualidad y fuerza del hombre maduro-.
Sustituyen siempre el estro, el inconsciente, la intuición; en suma lo
irracional, propio del espíritu del muchacho.
El comercio del muchacho se funda todo en el cambio, y con
el cambio entre mercaderes (grano contra utensilios) hemos vuelto al país que
se imagina hallarse a la vanguardia del progreso humano: Rusia. Los cambios que
he visto en los mercados clandestinos de Moscú se parecían exactamente a los
cambios de los antiguos escolares.
Las mujeres, siempre las primeras en darse cuenta de dónde
sopla el viento, han comprendido ya lo que se debe hacer y en todo buscan
parecerse a los jovencitos. El ideal de la mujer antigua era la matrona; el de
la moderna, el efebo.
Y se me ocurre que la palabra presbítero viene de «présbite»
y quiere decir «viejo». La civilización moderna, con su tendencia a la
hegemonía de los impúberes, ¿será tal vez la contraposición del sacerdocio?
Giovanni
Papini. Gog en Gog.
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