Me hallo aquí desde hace
ocho días y comienzo a aburrirme. El Partenón no es feo, pero es demasiado
pequeño, y las otras ruinas son inferiores. Atenas sería infinitamente más
bella si no hubiesen construido, junto a los restos antiguos, una gran
población moderna, sin carácter, que usurpa el viejo y glorioso nombre.
Me hubiese marchado, sin
embargo, más desilusionado si no hubiese conocido, por casualidad, uno de los
seres más inverosímiles que puede encontrarse en la Tierra. Traía una
recomendación para un joven helenista que estudia aquí en la Escuela
Arqueológica Americana y que ha sido para mí un óptimo guía. Hace dos noches,
mientras paseaba solo y contemplativo por la carretera que va hacia el Céfiso,
vi pasar, corriendo, al doctor Begg. No me reconoció, pero yo le llamé y vino.
-¿Adónde va corriendo
así?
Me pareció en seguida un
poco confuso y que maldecía de todo corazón el encuentro. Luego se decidió a
sonreír y contestó:
-Tengo una cita con un
hombre del siglo quinto antes de Jesucristo y no puedo hacer esperar a quien
llega de tan lejos.
Creí que bromeaba y que
quería librarse de mí humorísticamente.
-¿Un hombre del quinto
siglo?
-Si no me cree -replicó
el doctor Beggb acompáñeme y se lo haré conocer. Tal vez no le disgustará un
visitante más. Pero es preciso apretar el paso.
Durante el trayecto
-caminamos todavía una media milla- el doctor me explicó el misterio. El hombre
que íbamos a ver se llama, en realidad, Miguel Anghelópulos y no parece tener
más de medio siglo, pero se hace pasar, desde hace algún tiempo, por Pitágoras
resucitado y redivivo, y como tal le consideran algunos de sus discípulos
griegos y extranjeros.
-Ha prometido -añadió el
doctor Beggdarme esta tarde las pruebas de su reencarnación y siento una gran
curiosidad por ver lo que inventará.
Llegamos pronto a una
especie de cottage rústico que tenía, sobre la puerta, una inscripción en
caracteres griegos. Pregunté a mi compañero qué significaba aquella
inscripción.
-Es uno de los «Versos
Áureos» atribuidos a Pitágoras -me contestó-, y quiere decir: «Fuera del templo
no revelar las intimidades.»
Fuimos introducidos por
un criado negro: negro de piel, de cabellos y de uñas, en una habitación que
tenía en el fondo una especie de alcoba cerrada por una cortina. Una vez nos
quedamos solos, esperé la aparición de Pitágoras, pero, con gran sorpresa mía,
el doctor Begg se aproximó a la cortina y anunció su propia llegada, añadiendo
quién era yo. De la cortina salió una voz gutural que dijo:
-Que el crisóforo de la
nueva Atlántida sea admitido entre los acusmáticos.
-El filósofo -manifestó
en voz baja el doctor Begg- dice que el rico americano sea admitido entre. Los
oyentes.
Luego añadió en voz
alta:
-Señor Anghelópulos,
¿recuerda por qué razones me ha hecho venir esta noche?
-¿Quiere que no recuerde
una palabra dicha hace tres días el hombre que recuerda las palabras
pronunciadas hace veinticuatro siglos? Usted sabe ciertamente que en una de mis
primeras encarnaciones hablaba a mis discípulos siempre escondido, detrás de un
velario y no quiero cambiar de costumbre aunque los tiempos sean muy distintos.
Pero puedo, para vencer sus dudas, mostrarles una parte de mi cuerpo. ¿Recordáis
cuál era el signo visible de mi naturaleza entre lo humano y lo divino?
-Lo sé -contestó
seriamente mi compañero-. Creo que lo dijo ya Diógenes Laercio. El verdadero
Pitágoras tenía un muslo de oro.
Apenas hubo pronunciado
estas palabras se alzó un poco la cortina y apareció fuera una pierna desnuda.
Nos acercamos: más arriba de la rodilla la pierna aparecía amarilla y relucía.
¿Coloreada con purpurina o cubierta con una sutil hoja de oro verdadero? No
hubo tiempo para comprobarlo, pues la pierna, después de tres o cuatro
segundos, fue retirada tras la cortina.
-¿Está persuadido?
-preguntó la voz del filósofo invisible.
Mi compañero me miró,
sonrió y no se dignó contestar.
-¿Qué hay de extraño, al
fin y al cabo, en mi resurrección? -prosiguió la voz-. Ustedes saben, por los
historiadores, que antes de ser Pitágoras fui Etalides, Euforbo, Ermotimo y
Piro. Y si el cuerpo llamado Pitágoras se heló en el 496 antes de Cristo, mi
alma ha vuelto luego numerosas veces a la tierra en cuerpos diversos y bajo diversos
nombres. Hoy me llamo, en los registros de la población, Anghelópulos, pero soy
en realidad siempre el mismo. Todas las almas transmigran y vuelven, pero yo
solo, gracias al elemento divino que me eleva por encima de los hombres, tengo
el privilegio de recordar las existencias pasadas y tener conciencia de mi
perenne identidad a través de las varias epifanías.
»Y les confesaré que
nunca tuve tanta satisfacción en mis reapariciones como esta vez. Recordarán
que el fundamento de mi sistema era el número y que todo se reduce, a mi
juicio, a los números. Y hoy, finalmente, el mundo me da la razón, aunque sin
referirse a mi doctrina. He viajado, como ya hice las otras veces, por varios
países de la Tierra y en todas partes no leí ni oí más que cifras. Toda ciencia
se halla reducida hoy a fórmulas numéricas; y hay ciencias enteras, como la
astronomía y la estadística, que no tratan más que de números. Entrad en las
innumerables administraciones que cubren la Tierra, y que ustedes llaman
oficinas, contabilidad, tesoro, casas de banca, y no se ven más que cifras
escritas en grandes volúmenes y no se oye más que hablar de números. Cada
soldado tiene su número, cada presidiario es llamado con una cifra, los
habitantes de las grandes ciudades son designados en los libros con el número
de un teléfono. En ese nuevo templo que se llama la Bolsa no se oye gritar más
que números, y todas las naciones, en vez de enorgullecerse de sus glorias,
ponen orgullosamente por delante las cifras de sus habitantes, de su superficie,
de sus importaciones y exportaciones. Por las carreteras corren coches
aulladores que llevan todos, para ser reconocidos, un número; y, en el cielo,
las máquinas volantes llevan igualmente sus números entre las nubes. Y en el
país en donde han nacido ustedes, y que conozco, he oído juzgar y evaluar a los
hombres por medio de cifras; éste vale tres millones; aquel otro, ochocientos
mil solamente. Éste es, pues, el siglo de los números omnipresentes y
triunfantes, el siglo, por excelencia, pitagórico.
»Y así se puede llamar
también por otra razón. Fundé en Crotona, como saben, una confraternidad de
ascetas que tenía un doble carácter, místico y político. Mi sociedad fue
dispersada después de mi muerte, porque al genio griego repugnaba la
subordinación de los individuos a un principio y a una disciplina. Hoy mi
sistema triunfa. He vivido en varios siglos, pero en ninguno, como en éste, he
visto una tal cantidad de asociaciones y en ninguna otra época, el individuo
estuvo sometido, como hoy, al grupo de que forma parte. En algunos países no
hay hombre que no pertenezca a una secta, a una congregación, a un partido, a
una liga, a un ejército, a una academia, a un cenobio, a un sindicato, a una
sociedad pública o secreta. Órdenes monásticas, conventos; logias masónicas,
teosófices, antroposóficas y ocultistas; corporaciones y federaciones,
hermandades y consorcios, clans y trade-unions: todo el género humano, desde
los salvajes a los civilizados, forma parte de una asociación y se halla ligado
estrechamente a una colectividad. Mi sueño, prematuro hace veinticuatro siglos,
es hoy una realidad universal. El individuo no existe ya más que en la teoría
pura; en la práctica cada hombre es un átomo, una rueda, un número, un
sectario.
»Consideren este doble
orden de hechos, visibles en todas las partes de la Tierra: el triunfo del
número y de la asociación, y reconocerán conmigo que ningún tiempo como el
presente puede alabarse de estar conforme con mi antigua doctrina. Y ninguna
época era favorable, como ésta, para mi trigésima resurrección.
La voz, finalmente,
enmudeció.
-Pero hoy, ¡oh, divino
Pitágoras! -dijo el doctor Begg-, nadie tiene escrúpulos en comer carne y
habas.
- ¡Simplezas!
¡Tonterías! -replicó en tono despreciativo la voz del hombre invisible-. A
tiempos nuevos, preceptos nuevos. Estoy dispuesto a hacer todas las concesiones
sobre el particular siempre que lo esencial de mi pensamiento, como ahora
ocurre, sea respetado y aplicado.
Con muchas atenciones
nos despedimos de la cortina y del hombre del muslo de oro. Pero luego, durante
el camino hasta Atenas, no hicimos más que reír. Ha sido la única velada
agradable desde que desembarqué en El Pireo.
Giovanni Papini. Gog en Gog.
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