En este mes he comprado una República. Capricho costoso que
no tendrá continuaciones. Era un deseo que tenía desde hace mucho tiempo y del
que he querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el amo de un país daba más
gusto.
La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos
días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su ministerio,
compuesto por paniaguados suyos,
estaba en peligro. Las arcas de la República estaban vacías; imponer nuevos
impuestos hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan que
asumía el poder, tal vez de una revolución. Ya había un general que armaba
bandas de rebeldes y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.
Un agente norteamericano que estaba allí me advirtió. El ministro
de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo.
Anticipé algunos millones de dólares a la República y además asigné al
presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos estipendios dobles
que los que recibían del Estado. Me han dado en prenda -sin que lo sepa el
pueblo- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han
firmado un convenio secreto que, prácticamente, me da el control sobre toda la
vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de
paso, soy, en realidad, el amo casi absoluto del país. En estos días he tenido
que dar una nueva subvención, bastante fuerte, para la renovación del material
del ejército y me he asegurado, a cambio de ello, nuevos privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras
continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos siguen
imaginándose que la República es autónoma e independiente y que de su voluntad
depende el curso de los acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen
poseer -vida, bienes, derechos civiles- penden, en última instancia, de un
extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma
de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los
inmigrantes. Podría, si quisiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla
ahora dominante y derribar con ello al Gobierno, desde el presidente hasta el
último secretario. No me sería imposible empujar al país que tengo en mis manos
a declarar la guerra a una de las repúblicas limítrofes.
Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar algunas
horas agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia
política es una fatiga tremenda; pero ser el titiritero que, tras el telón,
puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus
movimientos es un oficio voluptuoso. Mi desprecio por los hombres encuentra
aquí un sabroso alimento y miles de confirmaciones.
Yo no soy más que el rey de incógnito de una pequeña
República en desorden, pero la facilidad con que he conseguido adueñármela y el
evidente interés de todos los enterados en conservar el secreto, me hace pensar
que otras naciones, y bastante más grandes e importantes que mi República,
viven, sin darse cuenta, bajo una análoga dependencia de misteriosos soberanos
extranjeros. Siendo necesario mucho más dinero para su adquisición, se tratará,
en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de
negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son
efectivamente gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos
solamente por sus hombres de confianza, que continúan representando con
naturalidad el papel de jefes legítimos.
Giovanni
Papini. Gog en Gog.
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