domingo, 22 de diciembre de 2019

Cristo: transformación del absurdo en misterio

La experiencia cristiana tiene como elemento central "el escándalo de la cruz" (1Cor 1,23). Ese escándalo se da a dos niveles distintos. En primer lugar, hay un desenlace trágico de la vida de Jesús. Una persona valiosa e inocente, que es eliminada de forma malvada. Cuando uno lee el Evangelio no puede menos de sentir el absurdo escandaloso de la muerte de Jesús. Se trata de la muerte cruel de un inocente que, por lo demás, no hizo nada para evitarla, aún cuando la preveía perfectamente.

Si la existencia humana, vivida sin camuflajes, puede experimentarse como absurda o trágica, donde más se agudiza esa experiencia es sin duda en la constatación del atropello mortal sufrido por gente inocente (...). Si embargo, es cierto que la historia humana, casi constantemente, es una historia de sufrimiento de inocentes, acompañada a menudo de otra historia escandalosa, como lo es el triunfo descarado de los culpables.

En ese contexto general se ubica de forma culminante el escándalo de la cruz del inocente siervo de Yahvé, Jesús de Nazaret. Pero hay un segundo nivel del mismo escándalo. La cruz no solo es asumida de hecho, sino que es valorizada como misterio de la significación de la existencia: "El que quiera salvar su vida, la perderá, el que pierda su vida por mí, la hallará" (Mt. 16,25) "Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y, con mentira, digan contra vosotros todo género de mal, por mi nombre" (Mt 5,11). ¿No hay un abuso en estas consignas religiosas? ¿en virtud de qué el sufrimiento del inocente puede instituirse como un valor? Si así fuera, el escándalo del sufrimiento inocente no solo disminuye, sino que aumenta. En efecto, sin Dios, lo trágico y lo absurdo de la existencia es una simple fatalidad; en cambio, con un Dios "dueño y señor" de la existencia ese escándalo tiene un responsable. Dios es todopoderoso y nosotros simples criaturas suyas, obligadas como tales a aceptar el realismo, impuesto por Él, de una existencia aparentemente trágica. De ahí que ciertos pensadores como Sócrates o el neoplatónico Plotino afirmaban que la existencia terrena era indeseable y, por ello, este último consideraba poco sabio celebrar el día del nacimiento.

Dios puede aparecer así como un señor arbitrario y déspota que abusa de su omnipotencia y de nuestra limitación, al darnos una existencia "inconsistente" y mortal. Ante ese Dios, la actitud más legítima del hombre debería ser, no la obediencia, sino la rebelión. Aun cuando con ello saliera perdedor, puesto que Dios es más fuerte, el hombre debería rebelarse por dignidad. Esa actitud es la propia de los héroes de las tragedias griegas. Éstos luchan contra el destino de los dioses arbitrarios e implacables. Finalmente sucumben; pero se convierten en héroes precisamente por su rebelión contra el destino, a pesar de su fracaso.

El fundamento de la exigencia divida sobre nosotros, que nos obliga a obedecer, no puede ser simplemente que Dios es nuestro dueño y nosotros sus criaturas. Para el cristianismo, el fundamento solo puede estar en la persona de Cristo. Todo está ahí. ¿Y cómo? El cristiano sabe que, por Cristo, Dios se revela no como un espectador que observa el drama o la tragedia del hombre, desde fuera, conociendo de antemano el desenlace y, así, deja pasar sin inmutarse todo el sufrimiento humano a la espera de su "arreglo" final. No, Dios se coloca en medio de la tragedia humana y realiza el mismo gesto de confianza obediente que exige del hombre (He 5,8-9). Esto hace que esa exigencia ya no sea una arbitrariedad que incita legítimamente a la rebelión. Gracias a ese gesto de Dios en Cristo, la realidad dura de la existencia de ser un absurdo y se convierte en un misterio. Un Dios omnipotente que permite el mal y la muerte del inocente, no merece respeto, sino rebelión, aun cuando él se imponga y nos fulmine con su poder. Pero, ante el sufrimiento del hombre inocente Jesús, que es al mismo tiempo Dios en persona, la rebelión resulta inhibida y el hombre se siente llamado a admirar y confesar el misterio ahí presente.

Lo que funda la obediencia cristiana no es, pues, tanto el poder de Dios, sino su debilidad manifestada en Cristo (Fil 2,6-8 y 12).

El suicidio, en cuanto es una actitud de protesta y rebelión frente a una existencia absurda o trágica, halla, en la muerte incompresible de Cristo crucificado, su negación. El hombre debe aceptar la vida con confianza, porque Dios, en Cristo, aceptó con confianza la muerte (Lc 23, 46).

El misterio de la "muerte de Dios", puede, así, hacer posible, o incluso exigir, al hombre la plena aceptación de la existencia, sin rebelarse contra ella. Esta existencia, aparentemente absurda o trágica, ha valido la muerte de Dios, en Cristo. Toda la esperanza cristiana tiene ahí su razón de ser. No se funda en promesas utópicas, de futuro, que pretendan desmentir el problema radical del hombre, ni en alineaciones presentes que lo camuflen. La verdadera esperanza del cristiano se asume en la tragedia o el absurdo real de la existencia y espera contra toda esperanza, fiándose de que Dios, en Cristo, no ha muerto en vano.
(...)

El cristiano no puede desesperar de la vida, porque sabe que tiene ya ahora la vida en plenitud. Cristo, hombre y Dios, constituye la mejor buena nueva que puede recibir el hombre su situación angustiante de falta de fundamento autónomo. Como hombre, Cristo nos es accesible y, por su humanidad, tenemos acceso al único fundamento posible de la existencia, Dios. De la misma manera que, por su muerte, igual a la nuestra, nos es posible la vida inmortal. Este mensaje, que constituye la esencia del cristianismo, toca el fondo del problema del hombre. En Cristo es posible, no solo afrontar la existencia y evitar, así, la protesta desesperada del suicidio, sino agradecer esta existencia, a pensar de todas sus penalidades y angustias.

De esta manera, se puede producir la situación paradójica siguiente: por un lado, la tentación humana del suicidio es superada y, por otro, el cristiano puede también desear la muerte. Pero este deseo no es ya debido a la protesta provocada por la experiencia angustiante del absurdo o de la tragedia, sino que, justamente lo contrario, se debe a la íntima felicidad experimentada por la seguridad de estar bien anclados en ese fundamento absoluto de la existencia, el Dios vivo. Esta íntima seguridad explica también la actitud de los mártires que deseaban morir para poder ver esa Vida de la que ya vivían por su existencia mortal. Tal deseo, aparentemente suicida, está, pues, en la antípoda del suicidio por desesperación o protesta. Constituye, más bien, un canto al sentido maravilloso de la vida y de la muerte, fundado en el sentido salvador de la muerte del Justo o inocente Jesús, en quien muere Dios mismo para que el hombre pueda tener vida en abundancia.

 Antonio Bentué (2006), en Muerte y búsquedas de inmortalidad.





























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