jueves, 24 de octubre de 2019

Antropologías Sexuales

La sexualidad se ha vivido siempre, a lo largo de la historia, en un clima de enigma y de misterio, como una realidad asombrosa y fascinante que ha provocado con mucha frecuencia una doble y paradójica actitud. Por un lago, produce instintivamente una dosis de miedo, recelo y sospecha, y, por otro lado, despierta al mismo tiempo la curiosidad, el deseo, la ilusión de un acercamiento. Es un hecho fácilmente consta table en la psicología de cada persona, donde aparece, si no se ha reprimido ningún elemento, esta tensión contradictoria. Se busca, se desea.. e, incomprensiblemente, se teme  rechaza.

Es lo que ha sucedido con mucha frecuencia en la historia cuando se ha intentado comprender su naturaleza insistiendo con exclusividad en el aspecto negativo y misterioso o, por el contrario, subrayando únicamente su carácter atractivo y placentero. Desde la antigüedad, esta doble postura se ha indo entretejiendo de manera casi continua en todos los tiempos y con matices diferentes.

Antropologías rigoristas:
recelo y desconfianza hacia lo corporal

El sexo, en primer lugar, ha sido un terreno abonado para la génesis y el crecimiento de muchos tabúes. Cuando una zona resulta arriesgada y peligrosa por su aspecto mentiroso, se levanta de inmediato una barrera a su alrededor que impide el simple acercamiento. Es como una frontera que conserva en su interior algo cuyo contacto mancha: cuya violación, aunque involuntaria, produce una sanción automática. Las costumbres más antiguas de todos los pueblos testimonian este carácter de la sexualidad. Determinados factores biológicos y naturales exigen una serie de ritos y purificaciones. La abstinencia sexual es obligatoria en algunas épocas especiales, como durante el período de guerra o de siembra. Ante el asombro que revela lo desconocido, se intenta evitar cualquier contagio y huir lo más posible de lo que se vivencia como un peligro inconcebible. Es una actitud de alejamiento respetuoso frente al mido que brota de un misterio inexplicable.

El rigorismo de la antigüedad en torno a estos temas fue impresionante. La distinción clásica entre el logos (la razón) y el alogon (lo irracional) adquirió una importancia extraordinaria. Para la filosofía estoica, lo fundamental consistía en vivir de acuerdo con las exigencias de la razón humana, mientras que el placer y los deseos corporales eran los enemigos básicos de ese ideal. La virtud aparecía como una lucha constante para evitar todo tipo de placeres. Su moral se centraba en un esfuerzo heroico y continuado para eliminar las pasiones y liberar al hombre de sus fuerzas anárquicase instintivas, hasta conducirlo a una apatía (falta de pasión) lo más completa y absoluta posible.

Lo más opuesto a la dignidad humana era el obnubilamiento de la razón que se opera en el placer sexual. Esta lucidez intelectual se mantenía como norma suprema por otras corrientes de pensamiento. Por eso el acto matrimonial, donde la persona renuncia precisamente a esta primacía de la razón, es algo indigno y animalesco. El mismo nombre de pequeña epilepsia, como era considerado por la ciencia médica de entonces, supone ya un atentado contra la condición básica del ser humano. Sería vergonzoso cualquier conducta en la que el alma entrara en relación con el instinto.

Las tendencias maniqueas añaden un nuevo aspecto pesimista en esta atmósfera cargada de sospechas y desconfianzas. El cuerpo y la materia han sido creados por el reino de las tinieblas y se han convertido en la cárcel y tuba de alma, que de esa forma queda prisionera y sometida a las exigencias de la carne. De nuevo el cuerpo aparecía como el lugar sombrío, como la fuente del mal, como la caverna del pecado. Su ética será también un intento de evitar el contacto con la materia, que mancha, culpabiliza y rebaja el espíritu a una condición brutal.

El esfuerzo, como una lógica consecuencia, estaba orientado hacia la liberación progresiva de esta prisión para el conocimiento limpio de la verdad y de la belleza eterna. La muerte aparece en el horizonte - recuérdese a Sócrates en el Fedón - como el momento cumbre de conseguir la libertad. Las rejas y mazmorras de los sentidos dejan paso al alma, liberada ya de sus bajas pasiones y sin obstáculos para la contemplación.

De ahí toda la corriente ascética y rigorista que se manifestaba en las máximas y consejos de aquellos autores. El matrimonio era una opción prohibida para los verdaderos elegidos y, si se toleraba para aquellos que no pudieran contenerse, era con la condición de no procrear, a fin de que no se multiplicaran las esclavitudes del alma en el cuerpo. Podría elaborarse un amplio florilegio de frases y sentencias donde la hostilidad hacia la materia, el alejamiento de la mujer, la malicia de la procreación

Antropologías espiritualistas:
la dificultad de un equilibrio

Esta corriente negativa seguirá teniendo otras múltiples traducciones históricas. Los gnósticos de los primeros tiempos y las tendencias maniqueas y estoicas en el ambiente grecorromano tendrán su prolongación en otras ideologías posteriores, que comparten, en este terreno, la misma mentalidad de fondo: una desconfianza, lejanía y miedo frente a todo lo relacionado con el cuerpo, el placer, la sexualidad, el matrimonio, aunque las razones que han conducido hasta este desprecio hayan sido muy diferentes. Bajo el influjo de estas ideas, el alejamiento de estas realidades aparecía como un ideal filosófico y cristiano.

A partir de tales presupuestos, la imagen de una antropología demasiado espiritualista - sin darle a este adjetivo ningún contenido religioso - ha estado presente en todos los tiempos. La ética que se deducía era coherente con semejante proyecto. Una buena educación debía estar orientada a que todos estos elementos negativos se mantuvieran alejados lo más posible de la vida humana.

La Iglesia, es cierto, no cayó en estas doctrinas radicales y condenadas, que surgieron en ambientes ajenos a ella. Su magisterio recoge también todas las herejías y exageraciones relativas al sexo, al cuerpo o al matrimonio, aunque estuvieran muy extendidas y se justificaran con argumentos espirituales. Las razones para esta condena han sido muy varias, pues existen demostraciones de tood tipo. Pero resulta confortante y consolador encontrarse con una, en concreto, que utiliza con mucha frecuencia y constituye un rotundo mentís a cualquier pesimismo exagerado: Dios es el autor de la sexualidad y del matrimonio, y nunca podrá ser perverso lo que brotado de sus manos y ofreció como un regalo a los hombres en aquella primera aurora de la creación. La idea aparece ya en los primeros Padres y se repite de nuevo siempre que sobre estos temas recae una acusación extremista y radicalizada. A un nivel ideológico, la actitud eclesial frente a toas las corrientes negativas y rigoristas ha sido clara y explícita.

Con esto, sin embargo, no lo hemos dicho todo. El equilibrio pretendido no se ha conservado siempre en el centro, si tenemos en cuenta las consecuencias prácticas que muchas veces se han derivado de su doctrina. Hoy está de moda echar en cara a la Iglesia su oscurantismo y hacerla responsable de todos los conflictos, neurosis y represiones en ese terreno. Sería absurdo negar su influencia negativa, pero no convendría olvidar tampoco que la explicación última se haya en otros factores ajenos a ella.

El rigorismo de las ideologías paganas en torno al placer sexual era bien significativo, como hemos dicho. Y habría resultado incompresible y hasta escandaloso que el cristianismo predicara una moral más laxa y amplia que la de los filósofos paganos. Las citas y ejemplos de los autores clásicos se utilizan con frecuencia cuando se abordan los temas sexuales. De esta manera, el paganismo se convierte en una fuente de autoridad para fundamentar las exigencias cristianas. El intento de evitar los peligros del sexo le ha hecho fomentar, en la práctica, una actitud de sospecha a veces excesiva. La historia ofrece abundantes testimonios de esta orientación.

A pesar de que el matrimonio se ha considerado siempre como un sacramento de gracia, no ha constituido nunca un verdadero camino de santidad. El seguimiento verdadero de Cristo solo era posible en la opción virginal, que se consideraba como un estado superior y más perfecto. Quedaba reservado a los que, por una u otra causa, no podían aspirar a una perfección tan sublime. La división clásica de la moral sexual, mantenida hasta nuestros días, resultaba ya expresiva al contraponer la castidad perfecta de los solteros con la castidad imperfecta propia de las personas casadas, como si la cima de esta virtud estuviera reservada exclusivamente para aquéllos.

Durante mucho tiempo, la entrega sexual exigía un motivo justificador, pues la simple expresión de amor no parecía suficiente para evitar el pecado de la incontinencia. La procreación y el débito conyugal eran las únicas razones para permitir el uso del matrimonio, como solía decirse. Todas las demás expresiones que no estuvieran orientadas hacia esa meta no estaban exentas por completo de pecado. Cuando la Iglesia permitía el matrimonio a los viejos y estériles, era, según algunos autores, para que vivieran castamente o para evitar el adulterio del cónyuge. Las prácticas cristianas, que aconsejaban una abstinencia sexual los días de comunión o en determinadas épocas litúrgicas y festividades, aparecían en los libros de espiritualidad, y aún quedan restos de estas ideologías en ciertos ambientes.

(...)

Lo curioso es que ha conseguido lo contrario de lo que se pretendía. El lugar de olvidarle, se ha convertido en el centro del interés y la preocupación cristiana. Mientras que nos manteníamos insensibilizados a otros problemas éticos más urgentes e importantes, el esfuerzo religioso recaía de ordinario sobre este tema, que se vivía con una dosis de mayor ansiedad, inquietud y culpabilidad.

Si aplicamos estos a la pedagogía practicada en muchos ambientes, comprenderemos cómo hemos fomentado, sin querer y con buena voluntad, situaciones malsanas desde un punto de vista psicológico. El deseo se rechaza por las presiones de una rígida educación, pero, al mismo tiempo, es alimentado en su dinámica interna por esas barreras psíquicas de las medias palabras y del misterio, que lo impulsan al descubrimiento de lo imaginado.

A veces se ha conseguido una reacción contraria, pero todavía más absurda y desastrosa: la de poner entre paréntesis la sexualidad, marginarla de la vida, como si se tratase de un dato del que es posible prescindir. El ideal cristiano se ponía en la búsqueda de un cierto angelismo que eliminara todo lo relativo al mundo del sexo, incluidas las más mínimas reacciones o mecanismo instintivos. La castidad ha sido siempre designada como la virtud angélica por excelencia. Esta denominación puede entenderse de manera aceptable: la anarquía instintiva de la libido debe evolucionar hacia un estado de integración y de armonía. Pero la expresión no deja de ser peligrosa, porque, de hecho y en la práctica, muchos la han traducido como un intento por suprimir la sexualidad en cualquiera de sus manifestaciones. Ya decía Pascal, a pesar de su rigorismo, que el que pretende vivir como un ángel termina convirtiéndose en una bestia.

Un ideal de pureza que no tuviese presente esta dimensión caería en un irrealismo catastrófico, pues el ser sexuado es una exigencia fundamental de la persona e implica un mundo de fuerzas, pulsiones, deseos, tendencias y afectos qu se habrán de integrar a través de un proceso evolutivo del que nunca se puede prescindir. La castidad no es sinónimo de continencia. Ésta puede darse también en sujetos inmaduros, sin problemas aparentes en este campo, pero cuya tranquilidad es periférica por haberse obtenido con fuerte represión. Las consecuencias no tardan en manifestarse por otros caminos que, aunque parezcan no tener relación con la sexualidad, se disfrazan con otras máscaras para no crear conflictos a la conciencia. La psicología ha sabido denunciar el auténtico significado de algunas actitudes y comportamientos muy castos que estaban provocados por otros mecanismos inconscientes.

Como el constatar la realidad instintiva del seco, con todo lo que ella supone, rompería nuestra imagen ideal y narcisista, lo mejor es evitar esos desengaños mediante la represión de los deseos, tendencias, impulsos, curiosidades naturales. El individuo así se cree casto, pues no experimenta ninguna tentación, pero sólo habrá conseguido, durante el tiempo que pueda mantenerla, una pura continencia biológica. La castidad no trata de eliminar la pasión ni el impulso, sino que busca vivirlo de una manera adulta, madura e integrada. Es la virtud que humaniza el mismo deseo para canalizarlo armónicamente. Y mientras no partamos de la realidad que todos llevamos, como seres sexuados, no existe ninguna posibilidad de progreso y maduración.

Antropologías permisivas:
el nacimiento de nuevos mitos

De lo que no cabe duda es de que el peligro del mundo actual no es fomentar estas antropologías rigoristas o desencarnadas. La sexualidad, por esa expectación que suscita en su misterio, junto con el miedo que la acompaña; aparece siempre también como algo atractivo y tentador. Hay que acercarse a ella para lograr una plena reconciliación que evite la sospecha y el desprecio de las posturas anteriores. De una o de otra manera, se ha buscado sacralizar su existencia para vivirla sin miedo, como una realidad benéfica o positiva. Es la función que han tenido los mitos de todos los tiempos. Si el tabú asusta y aleja, el mito hace del sexo una realidad sagrada con la que es necesario llegar a encontrarse y vivir en perfecta armonía.

El mito relata siempre una historia sagrada que tuvo lugar en la aurora de los tiempos. Algo que los dioses realizaron como un acontecimiento primordial. Es un mundo de arquetipo, cuyas imitaciones quedan reflejadas en la naturaleza y en la sociedad humana. Así, la sexualidad encuentra también un modelo en el mundo de los dioses, donde la fecundidad, el amor y el matrimonio son funciones sagradas. La encarnación de estas realidades se manifiesta no solo en los fenómenos de la naturaleza, como la siembra, sino en los gestos humanos y acciones rituales que imitan los comportamientos divinos. El ser humano se asocia a lo sagrado con esta imitación, y el hecho profano se consagra de esta manera. De ahí el sentido religioso que se descubre incluso en las orgías y en la prostitución sagrada.

Las variaciones históricas de estas ideologías han sido también muy variadas, pero con un mismo denominador común: defender el derecho a seguir las apetencias biológicas y naturales, a las que no se puede renunciar sin caer en la represión; la exaltación de gozo sexual como fuente de bienestar y alegría; la denuncia y el aniquilamiento de todo obstáculo que impida la búsqueda de cualquier satisfacción; la libertad sin cortapisas en la utilización del propio cuerpo... Frente al miedo y al oscurantismo de otras épocas, hay que recuperar la reconciliación con el sexo y el placer, que humanizan la existencia humana. De una forma generalizada, podríamos encontrar esta mentalidad bajo dos antropologías algo diferentes.

Las afirmaciones de los que se consideran en la cabeza de este movimiento progresista son de una claridad impresionante:hay que liberarse de cualquier sentimiento de culpa y dar cauce a los propios sentimientos sexuales sin necesidad de avergonzarse. La sociedad debería incluso ofrecer las estructuras indispensables que favorezcan este tipo de comunicación, de acuerdo con los gustos y apetencias de cada persona, sin que ninguna conducta llegue a condenarse como inaceptable. Solo ha de considerarse libre aquella sociedad en la que se acepte sin limitación alguna cualquier tipo de comportamiento.

W, Reich ha sido para muchos el símbolo de esta nueva revolución. Según él, la regulación del instinto por la moral es algo patológico y dañino para la salud. Su primera exigencia psicológica es el rechazo de toda norma o regla absoluta. El conflicto no se da en el fondo del psiquismo humano, como pretendía Freud, sino entre el mundo exterior y la satisfacción de sus necesidades. La persona normal es la que no encuentra ningún obstáculo y puede dar salida tranquilamente a estas exigencias orgiásticas, mientras que el neurótico se siente reprimida por la familia y por la sociedad. Lo único importante es liberarlo de su esclavitud y orientarlo hacia una actividad sexual completa. Negarle a cualquier individuo el derecho a esta satisfacción es un grave atentado contra su libertad.

Al recorrer las páginas de este autor, comprueba uno las consecuencias radicales de semejante postura. No hay que mantener la abstinencia de ningún tipo, pues, además de ser peligrosa y perjudicial para la salud, ella misma constituye un síntoma patológico. Recomendarla a los jóvenes equivale a preparar el terreno a una neurosis que aparecerá con posterioridad. Nadie puede reprobar el adulterio, la poligamia o la infidelidad en el amor, pues, como él mismo dice, sería tan aburrido e insoportable como alimentarse todos los días con lo mismo. El que nunca haya mantenido una relación adúltera ni se haya permitido otras licencias, es que vive aún amenazado por un sentimiento absurdo de culpabilidad. El amor se convierte en un féretro cuando sobre él se quiere fundar una familia.

Las antropologías naturalistas 

Una mentalidad parecida está presente en esta nueva orientación. Su punto de partida ahora es el estudio del ser humano como un simple mamífero. No se acepta nada que esté fuera o por encima de la experiencia. El interés se centra en el análisis de los componentes biológicos, los únicos que se pueden examinar con criterios científicos sin necesidad de recurrir a otras interpretaciones que escapan a este único tipo de experiencia. La sexualidad humana y la de los animales están reguladas por los mismos mecanismos automáticos, marginando los componentes afectivos y racionales que se dan en nuestra psicología.

Todo tiene una explicación en los constitutivos genéticos y biológicos del individuo, ya que no existe ninguna diferencia significativa en el comportamiento sexual de los diversos mamíferos. Cualquier valoración ética no tiene cabida en este planteamiento, pues constituiría una violación de la ciencia experimental. Así, con una pseudojustificación científica y sanitaria, se presenta una imagen de la sexualidad despojada de contenido humano para reducirse a al descripción objetiva de los fenómenos biológicos. Con personas que se ofrecen a este tipo de experiencias, incluso pagadas a sueldo, se analizan los estímulos más adecuados, el tiempo de reacción orgánica, la presión sanguínea, el número de pulsaciones en cada fase de la respuesta sexual, las condiciones que la favorecen o dificultan, las diferencias en los mecanismos del hombre y de la mujer... La observación directa, la encuesta y la filmación son los métodos elegidos para medir con exactitud la base fisiológica de la conducta sexual, como condición primera e indispensable para el conocimiento de su naturaleza.

Nada hay que oponer a la información sobre estos aspectos, que resulta también necesaria y conveniente, sino a la primacía que se les otorga como si fueran lo más importantes, y al olvido de otras dimensiones a las que no se da mayor relieve, a pesar de que forman parte de la estructura y la psicología humanas. Por otra parte, se repite con énfasis que se trata de presentar una descripción neutra de la sexualidad para que cada cual tome después sus propias decisiones en este terreno, sin el deseo de influir en las convicciones personales; pero ellos mismos se encargan, a partir de la antropología presentada, de sacar sus propias conclusiones valorativas.

Cuando las exigencias fisiológicas exigen ser satisfechas, como si se tratara de verdaderas necesidades a las que no se debe renunciar, es lógico que los esfuerzos de una autodisciplina no sirvan más que para dañar permanentemente la personalidad de un individuo; o que se subraye, por citar solo un ejemplo, el carácter tonificante y enriquecedor de las relaciones extramatrimoniales para superar el aburrimiento de una fidelidad monógama. Y es que, si el ser humano es un simple mamífero, no hay por qué regular sus demandas biológicas y naturales.

Los peligros de toda antropología dualista

En el fondo de todas estas antropologías apuntadas, existe un mismo punto de partida: la absoluta separación entre el psiquismo y la corporalidad, entre el espíritu y la materia, entre lo racional y lo biológico. La única diferencia consiste en la valoración que se otorga a cada uno de esos elementos. Lo que para unos tiene la primacía, no cuenta apenas para los otros. En cualquiera de ellas se constata un claro y perfecto dualismo. Es unas ocasiones se despreciaba todo lo corpóreo y sexual como indigno del ser humano, para fomentar un espiritualismo descarnado; y en otras, se cae en una visión puramente biológica y materialista, con olvido de la dimensión espiritual, como si el ser humano fuese un simple mono desnudo (...).

Es decir, para expresarnos de una manera simbólica, de un espíritu sin sexo hemos pasado a un sexo sin espíritu. La opción entre angelismo y zoología aparece como la única alternativa posible.



Eduardo López Azítarte en Simbolismo de la Sexualidad Humana

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